Isabel y Antonio mantienen vivo el espíritu del comercio de mediados de siglo XX en lo que ahora es su vivienda. :: L. MONTALVOIsabel González Reyes y Antonio Villegas son un matrimonio virgitano que guardan en una casa un tesoro: 30 años de su vida y más de doscientos de la de sus antepasados al frente de la tienda de Antonio ‘El caballo’.
El tesoro no son grandes riquezas, sino miles de historias al frente de un colmado de barrio que aunque cerró sus puertas hace años mantiene una parte como en los años 50: con su mostrador de azulejos blancos, un molinillo, la cortadora de bacalao, ya oxidada, y un peso del año 56. Tras ello una estantería donde además de conservas se exponen jarras medidoras donde se echaba la leche o el aceite «porque antes no se compraba un litro de aceite así como así, la gente venía a por una cuarta porque no había dinero para más», recuerda Isabel. Con más de 80 años a sus espaldas y alguna que otra dolencia, recuerda perfectamente el día que entró a hacerse cargo de la tienda: «Nos casamos el 3 de marzo de 1956 y el 26 de enero del 58 abrimos la tienda nosotros, pero antes ya existía, porque primero fue del abuelo de mi marido, Rafael el de los caballos, y luego del padre de mi marido, Antonio El caballo. Los conocían así porque el abuelo tenía un carruaje de caballos que era como el taxi de ahora e iba y venía a Dalías y a Almería. Nosotros nos conocíamos del barrio, nos hicimos novios y nos casamos», cuenta orgullosa la mujer.

 

La tienda no tendrá una cuarta generación, se cerró hace ya unos años, «porque yo caí mala y ya no somos los jóvenes de antes. Hemos trabajado mucho, sin descansar, hasta fíjese que vino un señor de una inspección de Almería y nos multó con 2.000 pesetas por tenerla abierta en domingo, pero es que a la gente le hacía falta comprar cosas, ¡cómo no íbamos a abrir!», recuerda Isabel. Pero esta mujer, que nació en Brasil porque su padre virgitano emigró allí a buscarse la vida pero volvió a Berja cuando ella tenía 9 años, conserva muchas cosas de antaño «porque yo soy amiga de guardar las cosas antiguas y más que tengo un sobrino que es historiador. Tengo libros, periódicos y muchas cosas de la tienda».
En la tienda se acabó vendiendo de todo, «desde alcaparras para los menos pudientes hasta perfumes buenos y toallas y sábanas de las caras con encaje que me compraban las más ricas y que me traía un viajante de Almería hasta aceite, lentejas, leche, y muchas cosas para las bestias, salvado, cebada, porque aquí antes había muchos animales. Aún conservamos un medidor que es como un barreño grande para el grano, que era del abuelo, del primero que abrió la tienda».

No se fiaba, se regalaba
Esta familia recuerda que «comenzamos con muy poco, no teníamos apenas dinero, pero es que en los años cincuenta había mucha necesidad en Berja, venía gente que no tenía ni para comer, y mi marido les daba cosas, a lo mejor venían a por un poco de harina para el pan y él les daba aceite u otras cosas que sabía que no podían pagar, yo me enfadaba un poco, porque era más agarrá».
Antonio recuerda que sí, «al que tenía hambre le dábamos, no se fiaba, pero dábamos al que lo necesitaba», y se emociona al recordarlo y acordarse de que tenían «una habitación donde guardábamos las cosas, y teníamos un asiento a donde venían los obreros por la noche a tomarse un vino y les poníamos un poco de salchichón o algo para comer porque llevaban todo el día trabajando». Eran los tiempos cuando el chato de vino «costaba seis gordas, y el vaso grande una peseta, y no había bolsas de plástico, todo se envolvía, hasta la harina», recuerda Antonio.
En los más de 30 años que estuvieron al frente de la tienda recuerdan muchas anécdotas, e incluso Isabel recuerda una de las promociones de un detergente que salió cuando las primeras lavadoras, «era la de Mari saquitos, con los vales de los paquetes de detergente te daban una muñeca, y yo guardo una», que muestra a la cámara. Recuerda que cuando venía el viajante que vendía el detergente hacía la prueba para las vecinas y metía un trapito en la lavadora y un paquete entero de detergente, claro, salía el trapo reluciente». También recuerdan que en la guerra al padre de Antonio un soldado le requisó una cuba de aceite e incluso que una vez «se nos murió un señor aquí, que vino asfixiado y le dio un ataque al corazón.
Isabel recuerda que más tarde sí teníamos que fiar mucho, pero «siempre pagaban, sólo ha quedado sin pagarnos un señor, que ya se ha muerto y nos dejó a deber 3.000 pesetas». Durante los años de trabajo «que nos fue muy bien, cogimos dinerillo y lo invertimos en un cortijo, trabajamos además mucho la almendra».

No descansaron, pero al cerrar la tienda, más de 30 años después de haberse casado, se dieron un capricho: el viaje de novios que nunca tuvieron. El destino Isabel lo tenía clarísimo: «Brasil, porque allí tenía una hermana que se había casado con el hijo del dueño de las tierras donde estuvo mi padre, y tuvo varios hijos. Nos gustó mucho volver, mi hermana ya murió y ahora tenemos sobrinos y más familia, pero no hemos vuelto a ir», recuerda apenada.
Isabel y Antonio no ha tenido descendencia, y ahora su casa, llena de recuerdos, se les hace enorme, pero cuentan con la ayuda de algunas sobrinas, aunque después de tanto trabajar «ya necesitamos un descanso, que nos den una ayuda en la casa, que nos atiendan con eso de la ley de dependencia, que por lo menos me den un collar de esos para llamar si nos pasa algo», reclama. Antonio e Isabel forman parte de la historia del comercio virgitano, como una generación que salió adelante con mucho trabajo y al servicio de la vecindad, porque «nos ayudábamos tofos. Yo ponía inyecciones a quien no podía ir al médico y todo y cosía para los cortijeros, que luego venían y nos daban pollos, huevos y cosas que traían del campo», recuerdan.